26 abr 2010

VERGÜENZA AL INTERIOR DE LA IGLESIA POR ABUSOS SEXUALES A MENORES


Las diversas denuncias sobre abusos sexuales cometidos por sacerdotes, y la acusación de encubrimiento y/o tolerancia de esos hechos por parte de la Jerarquía, situación reconocida por el Papa Benedicto XVI, está haciendo vivir a la Iglesia tiempos malos, de descrédito y de vergüenza.
Hay un daño a la imagen pública de la Iglesia y del sacerdocio, lo que no es un tema menor, pues la credibilidad del testigo es esencial en el anuncio del Evangelio: si se sospecha de la integridad del portador del mensaje o se cuestiona su actuar moral, se hace más difícil el impacto positivo de ese anuncio. Y hay un desánimo en el pueblo de Dios, especialmente en los agentes pastorales, quienes se encuentran con más dificultades y críticas en el ejercicio de su misión. La autoridad misma de la comunidad, necesaria para transmitir el mensaje, queda en entredicho. Todo esto, sin contar con el desencanto e indignación que produce el daño que se hace a las víctimas.

¿Por qué hemos llegado a esto? ¿Por qué no actuamos a tiempo como Iglesia para evitar estas situaciones? Mi impresión es que a la Iglesia le ha costado comprender que el abuso de menores es un delito. Ha parecido normal tratar de proteger al que se equivoca, al enfermo, al pecador, evitándole verse sometido a una situación escandalosa. Como una madre que intenta proteger a un hijo que ha caído y que intenta rehabilitarlo por su propio esfuerzo, se ha querido rehabilitar al abusador internamente. Lo que no se ha medido en toda su magnitud es que el abuso es un delito, que hace daño evidente a terceros, y que ante eso la primera respuesta debe ser la denuncia y la aplicación de justicia. Sólo después puede venir el esfuerzo de rehabilitación.

En el último tiempo, la sociedad ha hecho un avance significativo en la consideración de la gravedad del abuso de menores. Décadas atrás, se toleraban más, en la familia y otros ambientes, situaciones que hoy sin ninguna duda son calificadas como abuso sexual. En este sentido, la conciencia moral de la humanidad ha avanzado y la Iglesia misma ha ido aprendiendo. Vale la pena no olvidar esto: la Iglesia tiene que aprender de la sociedad civil y no sólo pretender enseñar.

¿Qué hacer ante esta situación que vive la Iglesia? ¿Con qué actitud vivir estos tiempos malos?

Ante todo, con humildad. No se pueden minimizar los hechos. Aunque haya muchos sacerdotes ejemplares, estamos ante un problema real que no se puede esconder. Humildad, también, para no situarnos ante el mundo desde una supuesta superioridad moral. Pretender situarse como expertos o maestros, sobre todo en cuestiones morales, resulta cada vez más inaceptable para mucha gente. ¿Cómo aportar a la sociedad la luz del mensaje evangélico en el contexto cultural y eclesial actual? Tenemos mucho que reflexionar.

Una segunda actitud es una auténtica fidelidad al Señor y compromiso con la misión. Seguimos siendo discípulos de Jesús, él nos sigue enviando. Haber conocido a Jesús sigue siendo el mejor regalo que hemos recibido y testimoniarlo con nuestra palabra y obra, sigue siendo nuestro gozo. Posiblemente haya que superar más obstáculos para vivir la misión, porque tenemos menos prestigio. Pero una vida entregada, que se da por una causa noble como es la causa de Jesús, siempre hará algún bien y será una semilla del Reino.

En tercer lugar, tenemos que buscar la reforma de la Iglesia. Ella es nuestra comunidad, Jesús la quiere y la necesita para su misión, y espera que entre todos la hagamos mejor y más transparente en sus valores y actuaciones. Hay muchos temas que en la Iglesia no se dialogan, no se debaten, y esta situación no resiste mucho tiempo. A no ser que la Iglesia prefiera quedarse como una señora vieja, autosuficiente, pero ajena y extraña al mundo de hoy.
 
Comité Ejecutivo
Comisión de Justicia, Solidaridad y Paz

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